La abuela y las tormentas

La abuela y las tormentas

Se llamaba María. Fue mi abuela materna. Mujer entrañable, inquieta, decidida, tenaz…

Al enviudar joven, lutos y “mediolutos”, negros y grises, entraron a formar parte de su atuendo. Son numerosos los recuerdos que guardo, ya que conviví mucho con ella, transmitiéndome desde niña parte de sus vivencias. Una un tanto especial y que nunca he olvidado, aflora en mi mente puntualmente: el ritual de las tormentas.

Días de verano. A la caída de la tarde, el ambiente se enrarece cada vez más. Sopla el viento y hasta los pájaros buscan refugio. La tormenta está encima. Densas nubes cubren el horizonte; estalla un trueno que retumba orgulloso y cruza el espacio el rayo, al que se une el bramido del viento. Alguien me llama; es la abuela, que marcando paso ligero, me invita con un “rápido” “rápido”, a refugiarnos en casa ¡Qué miedo tenía a las tormentas!.

Ya dentro, deslizaba las manos por pestillos y cerrojos, cerrando ventanas y puertas. Acto seguido pasábamos a la sala. En aquella diminuta estancia, cuadrada, con paredes enjalbegadas de blanco y un rodapié azulado muy sencillo, mesa camilla con tapete multicolor en el centro, comenzaba el ritual.

¡Qué misterioso parecía todo aquello!. Rauda descorría el cortinaje de la alcoba contigua y dirigiéndose a la mesilla, sacaba una cadena de cuyos eslabones pendían una Santa Bárbara, un San Antonio, una cruz de plata y a su lado como complemento, nunca faltaba la “piedra de rayo”.

Colocados los dispositivos, encendía la vela y rezábamos el padrenuestro, entonando a continuación las coplillas dedicadas a Santa Bárbara, patrona de los nublados.

“Santa Bárbara bendita que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita y en el palo de la cruz Pater Noster, amén Jesús”

Quietas en el mismo espacio, entre tinieblas sólo rotas por la mortecina luz de la candela, permanecíamos sin pestañear, esperando el final de los relámpagos, rayos y truenos, hasta que de nuevo cantaban los pájaros y reía el sol, preludio del fin del aguacero.

Del conjunto de objetos me intrigaba la piedra y las historias mágicas que contaba sobre ella.

Me decía que aparte de preservar de la caída de las chispas eléctricas y tener poderes curativos, para que conservara la magia, no podía ser comprada ni vendida, ya que entonces se enfurecía y trocaba todas sus virtudes en males, provocando desgracias al vendedor y comprador, tenía que ser encontrada a flor de suelo, semienterrada o recibida como regalo.

Pasaron los años, fui creciendo, abandoné la escuela y comencé el Bachillerato. Primeros días de curso. Libros nuevos, clases de Historia, paso las hojas y mis ojos no daban crédito; allí dibujada se encontraba la famosa “piedra” de la abuela, que en realidad era un hacha prehistórica de piedra pulimentada empleada por gentes que vivieron hace milenios.

De regreso a casa, las imágenes se me agolpaban en la cabeza, pero ¿Qué hacer? ¿Cómo iba a romper esa ilusión, esa magia tan arraigada en ella? La causaría desazón, desencanto; pensé que lo mejor era el silencio. Nunca desvelé el secreto, pero si luché para que cuando fuese adulta, me hiciese heredera de piezas tan singulares.

Se cumplió mi sueño y a día de hoy, en una caja lacada guardo aquel conjunto que despertó en mí: la curiosidad de niña, el asombro de adolescente y de mayor la satisfacción de rememorar a su lado aquella escena, propia de las creencias de la época.

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    ago 29, 2023

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