Un cuento sin más

Un cuento sin más
Como cada día en los últimos dos años, el Pueblo (ruego me permitáis conservar su nombre en el anonimato) despertó nuevamente nuboso aquel amanecer de primavera. Una pequeña molécula de escarcha tras otra se habían unido con reiteración a extraños jirones de niebla gris, configurando una masa prácticamente impracticable por el astro rey.

A pesar de las grandes cantidades de geranios, jazmines y buganvillas , y de la gran extensión  de huertos plagados de flores que no paraban de reproducirse, el paraje daba sensación de mortandad, pues los pétalos caían al suelo sin que sus cálices hubieran sido fecundados, no produciendo por ello los árboles ni hortalizas  ningún fruto. Y el problema iba in crescendo: los jirones grises no cesaban de aumentar.

Comentaban las más de las voces que era cosa de los Cielos, que castigaban no sé qué males de tantos como se cometían. Los partidarios de esta teoría sacaban imágenes y velas en procesión para  calmar a mismos dioses con diferentes nombres.

Por otro lado, los señores de la Autoridad culpaban a un cambio climático cíclico e inevitable de nuestro planeta de la aparición de tales nubes, ignorando el hecho de que sólo sobre el Pueblo, y en ningún otro lugar alrededor, se producía aquel extraño fenómeno de los jirones grises enmarañados.

Una niña sin embargo, a fuerza de observar, había concluído achacar su procedencia a una plaga de rumores y resquemores que se habían anclado en el corazón de las gentes de la villa en cuestión, quienes se habían esforzado tanto en crear cárceles de vergüenza alrededor de los condenados (muchas veces sin juicio) que no eran capaces de ver que tales nubes, mezcladas con otros muchos efluvios juzgadores, comenzaban a asfixiar a justos e injustos por igual.

Como suele ocurrir siempre con las teorías filosóficas, la de la cría tenía muchos menos adeptos que la religiosa y la científica. Básicamente, no le hacían ningún caso.

A la Niña (ruego me permitáis conservar también su nombre en el anonimato) no le gustaba disfrutar de los juegos en la bolera, ni de las actividades de la casa de las actividades, ni de eso que llamaban tele; una tarde de octubre en que la lluvia cargó con violencia en la era, donde se encontraba,y  había decidido refugiarse en el teleclub mientras sus ropas secaban, tuvo ocasión de ver una película; la mujer del film le pareció una tonta extremadamente perezosa, con más ganas de ser abanicada sin necesidad que de abanicar a quien lo necesitase. No se parecía a las mujeres reales. No le gustó. No volvió.

Su mayor juego y su preferido placer eran una misma cosa: observar.

Observaba todo a su alrededor, pues cada momento era diferente del anterior y las mismas idénticas cosas jamás eran ni remotamente parecidas tras un breve pestañeo. Su lugar preferido para observar era la encina de la plaza, pues al llevar varios siglos en el mismo emplazamiento se había vuelto rutinaria y aburrida para la mayoría de habitantes del Pueblo, quienes pasaban por su lado ignorando su existencia. De este modo, sentándose a su fresca sombra y apoyando la espalda contra el anciano tronco, la Niña se sabía a salvo de conversaciones vanas, pues ella resultaba tan invisible como la querida abuela árbol.

Venía tiempo la niña observando que las personas caminaban más lento y evitaban hablar unas con otras por miedo a que se produjeran nuevos rumores. Ya rara vez reían y escasa vez cantaban.  Día tras día observó cómo sus espaldas se encorvaban y miraban cada vez más en dirección a sus ombligos, con lo que de sus gargantas ya solo salía un murmullo inteligible por la posición. Curiosamente, y la Niña estaba convencida de que no era casualidad, cada vez que dos lugareños se cruzaban y emitían esos sonidos, se producía una leve brisilla que arrastraba a su alrededor algunos jirones grises. Cuando ambas personas se alejaban mutuamente, los jirones no se alejaban con ellas, sino que se elevaban suave y etéreamente hasta el cielo con sus compañeros sumiendo el Pueblo un poquito más aún en la penumbra.

Desde la protección de su atalaya vegetal, la Niña vio cómo primero  los pájaros, y después el resto de animales tanto salvajes como domesticados fueron migrando a otro lugar, y también vio a las autoridades y a los ricachones del pueblo hablando  con multitud de ingenieros que recorrían el Pueblo con sus metros y aparatos, apuntando cosas y tomando medidas. Observó desaparecer a los ingenieros un día, y también observó la huida silenciosa de autoridades y ricachones esa misma  noche, sin despedidas ostentosas ni esas alfombras rojas que tanto gustaban usar. Dedujo la Niña de todos estos hechos que la situación del Pueblo debía ser ciertamente grave, y se planteó filosóficamente a ella misma el dilema de su propia marcha. Pero dado que la encina le prestaba, además de ocasión de juego, refugio, alimento e incluso agua que bebía del rocío atrapado en sus hojas, le pareció mejor idea quedarse con su anciana amiga y continuar observando.

El pueblo llano del Pueblo caminaba cada vez más encorvado, más lento, más triste bajo la techumbre de nubes grises, hacia el desempeño de sus labores, cosa que les parecía  cada vez más estúpida bajo el velo de las circunstancias. Una hora tras otra sus espinazos fueron redondeándose hasta el límite de la ridiculez, convirtiendo a todas aquellas personas en poco más que bolitas que a duras penas se desplazaban usando los dedos de las manos y los pies.   Invadidos por el pánico, se afanaban todos en hacer acopio de comida y llevarla a sus casas, no importaba si fruta o huevos, alfalfa del ganado huido o pienso para las inexistentes gallinas. Hasta por las latas de comida para perros arañaban e incluso propinaban patadas y puñetazos a las otras personas-bola. Todo era caos y desorden.

La Niña, mientras observaba, llegó a otra filosófica conclusión: ahora que quienes habían dirigido sus vidas les habían abandonado, no sabiendo qué hacer, se dedicaban a todo aquello que siempre les había estado prohibido. Obviamente eso producía más caos y más desorden. Cada vez estaban más enfadadas, y cada vez había más jirones flotando sobre el pueblo. Incluso cuando la curvatura de sus cuerpos llegó al sumum y se convirtieron en auténticas pelotas que solo podían rodar, pasaban más tiempo lanzándose unas contra otras que intentando hallar una solución.

Un día, sin duda agotadas de cansancio, las pelotas dejaron de golpearse entre sí y empezaron a agruparse a modo de platos de albóndigas repartidos por todo el pueblo. La Niña se dio cuenta de que, a pesar de que se escuchaban murmullos, no salían nuevos jirones grises de ninguna parte. Uno de los grupos albóndiga se arrimó a otro, y continuaron los murmullos incoloros, hasta que todas las bolas del pueblo se hallaron reunidas en dos grandes grupos. La Niña estaba muy contenta, porque parecía que al fin estaban entrando en razón y usando sus bocas para algo más que lanzar mentiras y maledicencias, improperios, blasfemias y palabrotas de todo tipo. Por fin habían entendido, parecía, para qué existían las palabras.

Sin embargo, ante su atónita mirada, uno de los grupos se lanzó cuesta abajo a toda velocidad contra el otro grupo, chocando con tan tremenda fuerza que todas las bolas salieron despedidas por los aires... quedando atrapadas en la maraña de jirones grises que ellas mismas habían provocado.

Y ahí la Niña ya no pudo más. Su cuerpo comenzó a temblar, sus ojos de experta observadora comenzaron a llenarse de lágrimas y su boca se abrió de par en par para exhalar la carcajada más grande que se ha escuchado jamás sobre la Tierra. Rió y rió desternillada, rodando por la hierba a los pies de la encina, con una risa tan contagiosa que pronto una de las bolas incrustadas en el cielo también comenzó a reír... y se cayó de la maraña.

Eso por supuesto les causó a ambos aún más risa, y el sonido empezó pronto a resonar como un potente eco porque gran parte de las pelotas estaban también contagiadas por lo cómico de la situación. A cada nuevo topetazo de una pelota, más risas, especialmente si alguna rebotaba y volvía a quedarse incrustada arriba... en fin, tanto rieron, que pronto estuvieron todas las bolas retorciéndose por el suelo, felices... y dejando de ser pelotas.  Y cuando todos pudieron al fin alzarse del suelo sobre sus dos piernas, usaron sus dos brazos para fundirse en un gran abrazo de alivio y paz.

Y entonces comenzó a llover.

Los jirones grises se deshicieron en gotas que parecían cantar sobre las calles y le daban un brillo como de cobre a los tejados de barro. Y las gentes bailaron sobre los charcos, y la Niña se abrazó a la encina y se quedó dormida al fin.

***

Hace tantos años de esta historia que, de aquellos protagonistas, no queda ninguno ya; tan solo la encina permanece majestuosa en la plaza como recuerdo de aquellos días para que, aún hoy, se baile en los charcos los días de lluvia, continúen estando prohibidas  las palabras que dañan, y se venere la filosofía por encima de cualquier otra forma de pensamiento.

FIN

4Commentaires

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    okbet
    jun 8, 2023

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    ago 29, 2023

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