Me había dormido en el sofá. Escuché el sonido de la llave en la cerradura, mi cuerpo quedó inmóvil, solo mis ojos se abrieron atentos al movimiento de la puerta. Cuando él entró suspiré aliviado y me incorporé, esperando su saludo.
Sin mirarme siquiera se dirigió a la habitación, se sentó en la cama…, escuché el sonido de los muelles y la madera crujir bajo su peso. En silencio me dirigí hacia él, no quería hacer nada que le molestara. Últimamente estaba huraño, ya no me sonreía como antes…
Tenía la cabeza apoyada entre las manos, pero no podía distinguir si lloraba. El cuerpo vencido dejaba un extraño hueco en el otro lado de la cama, así que me acerqué a él por detrás, intentando adivinar su reacción. A veces no le entendía, era incoherente en sus actos, su estado de ánimo variaba constantemente. Pero a pesar de todo aquello yo le amaba, le quería más que a nada en este mundo. Él había hecho que mi vida cambiara, que supiera lo que es sentirse querido, y eso, no lo iba a olvidar nunca. Así que en silencio observaba sus cambios de humor, sus alegrías, su malestar; en silencio esperaba sus caricias y sus muestras de afecto, cada vez más distanciadas, más frías.
Al ver que mi presencia no obtenía la respuesta esperada, desanimado me dirigí a la terraza. Ya era hora de comer, me lo advertía mi pequeño estómago, pero apoyé la cabeza en la barandilla y observé la calle…
La calle… Silenciosa, sin vidas ni vehículos, sin prisas ni nervios, sin vecinos paseando ni niños corriendo. Sin motos, ni bicis, ni skates, ni patinetes eléctricos. Sin sonidos humanos, ni ladridos de otros perros…
Yo quería salir a pasear. Veía como algunos pocos lo hacían y me daba envidia, y no precisamente sana. Pero él no me dejaba salir solo.
Me fijé ya por aburrimiento en los pocos signos de vida que veía desde la terraza. Las gaviotas majestuosas, dada la cercanía del mar; gatos asomados a ventanas, con la curiosidad en el rostro, tan asombrados como yo. No se veían aviones, solo algún helicóptero de las fuerzas de seguridad. Golondrinas, estorninos en grupo y palomas posadas en árboles que buscaban comida. Esa ración que recogían del suelo de las terrazas de los bares, ahora cerrados y vacíos de migas. Seguían buscándose la vida de rama en rama.
Cuando me llamó para que entrara a comer, salí de mi ensimismamiento, un poco sobrecogido, con la tristeza a cuestas. Al menos yo, tenía un plato del que comer. Otros estaban mucho peor.
Él seguía sin mirarme. Conocía su rostro a la perfección, sabía que no estaba de malhumor, ni enfadado. Reconocí en su rostro la tristeza, la incertidumbre, el principio de un estado de ansiedad.
Comimos en silencio y mientras él recogía la mesa, salí de nuevo a la terraza. Mi pequeño espacio de libertad. Llevaba semanas sin salir a pasear…él no quería.
Me habló de una pandemia, algo que no entendí, pues veía a los demás paseando como si aquello no fuera real.
Las palomas seguían luchando por un trozo de alimento.
Pasaban los días y nada cambiaba.
La tristeza de mi compañero me envolvió. Él iba de la cama al sofá. Yo, del sofá a la terraza. Esperando cambios, esperando alguna caricia o sonrisa de afecto. Igual que debía esperarla él.
No podía entender muchas cosas, no entendía el silencio fantasmal que se creaba de noche, ni la falta de paseos, no entendía por qué los niños lloraban y los padres gritaban. Ni por qué a las ocho de la tarde todo daba un giro, la calle entera despertaba, se empezaba a escuchar una campana, y el aplauso de cientos de manos.
Yo, me erguía orgulloso, sentado en la terraza, con la mirada triste, pero la emoción reflejada en mis ojos, pensando que todo eso que escuchaba, los aplausos, la música, las risas y canciones…eran para mí.
Pero mi dueño no salía nunca y eso me hacía dudar.
Autora: Manuela Sans.
Fotografías: José Antonio Cladera.
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