Frío
Llegó el frío para quedarse de forma permanente e implacable. La persistencia del viento helado se hacía cada vez más fuerte. Llegaba un punto en que no había piel ni fuego capaz de calmar sus temblores. La flor del sueño no les hacía mayor efecto que ese: sus caras al menos quedaban tranquilas, pero tenían que tomar mucha flor para calmarles.
Primero fueron los compañeros cuyo cabello se tornaba blanco; aquellos para cuyos cuerpos arrugaditos y sin blancos en la boca se guardaban los alimentos más blandos. Luego, los retoños y pequeños, los frutos que hacía poco llenaban el vientre de sus compañeras. Por último, empezaron a sucumbir a las fiebres ellas y ellos mismos, los que compartían y gustaban de jugar a los lechos comunes: los bellos, fuertes, grandes y ágiles.
Así fue que comenzaron a sentir que debían irse como hacían los animales.
Lágrimas de pena
Cada nuevo cuerpo en la mañana suponía una incalculable tristeza y consternación en sus corazones; descubrieron lo que eran las lágrimas de pena. Todo sucedía demasiado rápido, todo ocurría antes del habitual fin del ciclo de la vida. Y el frío seguía aumentando.
Nean sufrió infinita lástima... El pequeño que tantas alegrías daba a toda la comunidad. Especialista en innovar juegos. Listo, inteligente y suspicaz hasta el grado de conseguir que una marta comiera de sus manos. Marta que ya no dejaba de rondarle.
Nean pensó que aquello era el mal sin haber concebido antes esbozo siquiera de esa idea. Había una opacidad en sus entrañas, una carga de ira dirigida hacia un lugar que no terminaba de situar y miraba, devolviendo esa oscuridad con su mirada, también opaca, a ese encapotado cielo que ya no dejaba ni entrever el disco dorado que tanto gustaba a su pequeño.
El fruto prohibido
Nean y Neania se habían hecho inseparables, crecieron juntos, juntos descubrieron sus primeros juegos, sus primeras conquistas en la obtención de alimento. Juntos hicieron, sin proponerlo, un pacto de silencio cuando fueron a escondidas a probar el fruto prohibido por la comunidad. Descubriendo, de aquella manera, que nada ocurría por lo que preocuparse; no había parada de aire en el cuello como representaban los ancianos de la comuna.
Bien es verdad que, tras probarlo, anduvieron como perdidos del sentido de la orientación tan peculiar a ellos, y amanecieron, no sabían si una o dos veces, a la orilla del último de los lagos del territorio que solían transitar. A su vuelta, los ojos de todos se posaron asombrados ante ellos, también extrañados, cargados de una curiosidad que todavía no sabía preguntar “dónde”, “cómo”, “cuándo”, o “qué”.
Los olieron, los tocaron y manosearon, más no encontraron en ellos más que las mezclas de hierbas autóctonas y bosque de álamos. En el aliento algún matiz declaraba diferencia, pero no sabían cuál era, tal era el tabú del fruto que nadie osaba siquiera arrancar su flor simplemente para olerla.
Desde aquel día, la relación entre Nean y Neania viró hacia un espacio cargado de intimidad, una suerte de complicidad. Establecieron una suerte de lenguaje íntimo, especial.
Culpa
Al poco tiempo, llegó este frío que tanto les dañaba, como les dañaban las precoces muertes que provocaba. Dolían. Y Nean no podía parar de pensar en el fruto prohibido, en la transgresión que habían cometido. Un malestar mental ensordecía el resto de pensamientos, dando lugar a un pesar inmenso; planteándose si todo hubiera sido distinto de no haberlo probado. Todo había empezado al poco de ese tiempo...
Ritos
Decidieron que debían hacer algo distinto con los cuerpos, ya no los podían quemar, el resultado no era el de siempre, creyeron que era señal de que así no debía aplacarse la ola que se había llevado esos últimos alientos. Y comenzaron a hacer agujeros en el suelo donde metían los cuerpos. Para que la tierra les diera el calor que ya no les arropaba en la superficie.
No escarbaban mucho, lo justo para que cupiera todo el cuerpo… en principio. Luego llegó la muerte del pequeño Neandt. Neanno podía parar de arañar la tierra, de sus ojos brotaban las lágrimas, gemía mientras cavaba y salían borbotones de agua de sus ojos, sus compañeros no sabían qué hacer, lo observaban atónitos porque aquello no era algo que hubieran vivido antes. La desesperación incontrolable. La extrañeza ante su gesto empezaba a provocar cierta suerte de confusión mental que les llevaba a preguntas que aún no sabían enunciar, quedándose por ello en meros sentimientos, una fricción mental que quería hacerles comprender sin conseguirlo.
Soledad
Ahora, camina él solo. Solo había quedado hacía algunas lunas. Su paso se había convertido en vagabundeo alicaído de un gran “hombre” que empequeñecía por sus pensamientos, ahora encorvado su lomo, se mira las manos y llorando las alza al cielo cayendo de rodillas para seguir así llorando hasta quedar exhausto y aletargado. Y volviéndose a levantar seguía caminando; los pájaros revoloteaban ya como lo hacían en su valle los tiempos antes del frío. No creía que valiera la pena ya caminar quedando completamente solo como había quedado, pero era lo único que calmaba su pesar. Se sentó en una piedra, sintió un peso en el pecho y una presión en su cabeza, no pudo contenerse más: comenzó a llorar desconsoladamente, conforme a su naturaleza.
Encuentro
Nean debió quedarse dormido, despertaba notando una presencia a su alrededor, percibía un extraño olor con un toque familiar. Abriendo los ojos, levantó la cabeza, y allí estaba ella: parecida a Neania, y a la vez distinta. Con los ojos cargados de lágrimas y mirando con la misma extrañeza como con la única y misma mirada que ella pudo devolver; así, mirándose mutuamente, comprendían su semejanza. Y así, frente a frente, esta hermosa criatura tendía su mano izquierda, consiguiendo que el gesto de su mueca se tornara en cariz de calma. Mano en la que sostenía una flor cuyo fruto Nean conocía perfectamente. Supo entonces que encontraba familia.
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