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1

Modelaba con la cabeza, tal era su maestría en todos los movimientos del brazo, manos y dedos -con toda tranquilidad- sobre el trozo de barro informe. A veces de forma mecánica –los encargos-, otras deteniéndose en la presión de cada dedo, aunque sin pausa; las más de forma casi violenta: a cada golpe, en cada desgarro de material, por cualquier trozo que incorporara y por cada presión del mismo, la pulsión llegaba a convertirse en desasosiego y se manifestaba en sudor, llanto y, pocas veces, alegría.

2

Volvió a recogerse el pelo en el moño, retrocedió unos pasos, flexionó el torso y apoyó sus manos en las rodillas mientras jadeaba. Se levantó y comenzó el paseo alrededor de la pieza –en este punto, odiaba girar el caballete a mano– lentamente y, de un solo golpe con los puños cerrados, la aplastó.

Enfurecida, con la decisión de terminar de una vez lo que llevaba días intentando, tomó el destrozado busto entre las manos y brazos y lo lanzó con tanta fuerza contra la pared, que  hizo girar su pequeño cuerpo, golpearse contra la mesa y caer bruscamente. Alzó la cabeza, apoyó las manos en el suelo y levantó medio cuerpo mientras gritaba:

–    ¿¡No!? ¿¡No expresa nada!? ¿¡No tiene vida!? ¿¡No tiene alma!? ¡Estúpido engreído! ¿¡No conmueve!?

Se acercó a gatas hasta la pared, tomó uno de los trozos y lo comprimió cerrando la mano con fuerza mientras levantaba el brazo y el barro se escurría entre los dedos:

–     ¡Maldito seas! ¡Hijo de puta!

3

Una pesadilla recurrente, desde que le permitió trabajar con él, la atormentaba hasta hacerla delirar y levantar bruscamente su delgado cuerpo bañado en sudor. Los períodos entre alucinaciones se alargaban o retrocedían según los intensos encuentros íntimos –a veces en el taller–, halagos a sus trabajos y olvidos o vejaciones que la martirizaban.

A medida que el líquido bronce desciende y ocupa pequeños pliegues, resquicios, fisuras, huecos y honduras, el espacio que le pertenece se deja mimar por su candente caricia y casi no opone resistencia: las arrugas se marcan con facilidad, el abundante pelo de la cabeza se deja peinar de nuevo de forma distraída, el de la barba no –ahí tiene que decidir, despacio, a cada paso si el hilillo debe continuar o desviarse, tal es la precisa confusión y la trascendente imperfección–, tampoco le ocurrió con cejas, ojos, pómulos, nariz y labios, definiendo cada detalle de él y, sobre todo, la expresión de asombro al observar la obra salida del molde… es la imagen perfecta reflejada en el espejo que, cuando se vuelve a mirarla, comienza a descomponerse en pequeños pedazos, más y más reducidos hasta desaparecer con violencia.

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    ago 29, 2023

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