Pompas en la lluvia

Pompas en la lluvia

Caminaban sin mirarse, como si las miradas contagiasen algo más que emociones. Les habían obligado a transitar aislados en sus burbujas antisépticas. Y disfrutaban con ello. Cada persona mantenía una distancia prudente. Nadie quería interferencias. Las calles estaban llenas de esas brillantes esferas azuladas. Algunos añadían hologramas adornando su pequeña jaula; otros veían la televisión o las redes sociales mientras callejeaban.

De repente, las burbujas parpadearon levemente. Todos comenzaron a reiniciar el sistema con tranquilidad, la protección antivírica ambiental estaba siempre asegurada. Solo dos personas se detuvieron. Ni siquiera notaron que estaban rodeados de gente. Se miraron entre el gentío. Ella se avergonzó solo por el hecho de estar mirándole. Él se sintió inseguro. Entonces ella le sonrió tímidamente. Él parpadeó y notó cómo surgió en su interior la necesidad de comunicarse con ella en ese mismo momento, parados, con la lluvia rebotando en sus esferas. ¿Y si ella no quiere hablar conmigo? Ese segundo de duda fue suficiente para que las pantallas volvieran a encenderse y la actividad retornase a las calles. Ambos se perdieron de vista para siempre en un mar de personas donde todo el mundo está viendo, pero nadie está mirando.

El llegó a casa. Pese a que la lluvia no le empapaba, la sensación de humedad por todo su cuerpo le helaba el alma. Quizá fuese la soledad la que mantenía ese frío dentro de él. Esa sonrisa... esa sonrisa entre el gentío le aportaba un poco de calor. ¿Quién sería esa mujer que se atrevió a levantar la vista? Nadie lo hace nunca, él tampoco. La mayoría no sentía que hubiese nada interesante que observar, ya lo habían visto todo. Encendió su dogholograma. Un bonito Corgy comenzó a saltar alrededor de él, dándole la bienvenida. Se sonrió. Era de las pocas cosas que le hacían feliz. Aparecía en la televisión y emitía sus ladridos. También lo hacía en su móvil y en los muchos altavoces que tenía el piso. Era música para sus oídos. La felicidad de esa pequeña IA le era contagiosa. Pero no rozaba siquiera la sensación que le había otorgado esa sencilla sonrisa de alguien a quien no había visto nunca antes. Dejó la compra en la cocina, ordenando pensativo y meticuloso cada alimento que había comprado. Un mensaje en su móvil. Tenía que ponerse a trabajar, así que se sentó en su ordenador acompañado de un suspiro triste de quien sabe que ha visto la luz y nunca más volverá a encontrarla. La voz de una operadora llegó desde el ordenador: «Buenas tardes, señor. Tiene una reunión en 10 minutos. ¿Voy cargándole los datos que tiene preparados?». «Claro, muchas gracias» respondió cortes. «Que pase una buena tarde, señor». Los datos se cargaron, pero no era capaz de concentrarse. Su cabeza estaba fantaseando sobre cómo sería ella, qué cosas le gustarían, sus pequeños defectos. Sabía que estaba generando una imagen irreal de alguien irreal. El tratar con tantas IA´s. Acostumbrado a la perfección, no le costaba imaginarla como a una diosa. La mentira no le importaba, se agarraba a esa felicidad momentánea antes de que desapareciese la emoción de su pecho. Tenía pocas oportunidades de sentir algo así, de sentir, sencillamente, algo. De pronto, un miedo fugaz a volverse adicto a ello, a ella. Pensó en buscarla en las redes, sin saber cómo hacerlo, sintiéndose un loco insano. Abrió el buscador y, cuando estaba a punto de empezar, comenzó su reunión. Después, volvió a su realidad pesimista, donde pensaba que nunca lograría encontrarla.

Ella llegó al trabajo. Hoy se sentía especialmente feliz. La lluvia siempre le animaba aunque le hacía estornudar. No desconectó su burbuja, pero sí su pantalla. Caminó entre quienes se movían por los pasillos hablando por sus pinganillos. Una vez vio un documental sobre gallinas y siempre pensaba en ellas cuando llegaba a la oficina. Eso le hacía reír siempre. Fue a por un café. Su corto con doble de leche le daba la energía que necesitaba para aguantar las siete horas de trabajo. Su taza humeante la reconfortaba en ese cubículo frío y sin ningún adorno. Solo una mesa sobre la que descansaba un auricular, una silla medianamente cómoda y tres paredes y media. De su enorme mochila sacó un peluche de un cactus, tejido por ella, un pequeño recipiente con forma de cara de conejo, con pequeñas galletas saladas, y una foto de Luna, una preciosa y delicada catholograma. Suspiró con una sonrisa tonta. Recordaba a ese muchacho que se había cruzado en la calle. Habitualmente miraba a las personas que caminaban a su alrededor, pensando en cómo serían sus vidas. Se sentía tentada a inventar historias sobre sus anhelos, sus intereses, sus sentimientos. Tenía una increíble curiosidad por conocerlos, por conectar con ellos. El ser humano nunca había tenido más herramientas para poder comunicarse y nunca había estado más solo. Por eso le encantaban los documentales, películas y libros antiguos. Sentía que todo debía ser más real entonces. El chico no fue una excepción en su rutina. Inventó para él toda una historia de triste desamor. Pese a ser una mujer bastante alegre, siempre inventaba historias trágicas. Pensaba que le daban profundidad a los personajes que creaba. Sabía que esas personas de su cabeza no eran reflejo de la realidad y, aun así, se daba permiso para soñar. Se imaginaba paseando de la mano con el muchacho de mirada penetrante, besándole, incluso discutiendo con él, para terminar riendo. Su piel se erizaba en esos pensamientos, adicta de sus propias fantasías. Era lo que le permitía sobrevivir. Entonces, un pitido suave le indicó el comienzo de su jornada. Rápidamente, se puso el auricular mientras revisaba los documentos que debía gestionar para un cliente. El tono de la llamada comenzó a sonar hasta que lo cogieron. Entonces, dijo: «Buenas tardes, señor. Tiene una reunión en 10 minutos. ¿Voy cargándole los datos que tiene preparados?».

6 Comments

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