EL ORGULLO DE LA TIERRA

EL ORGULLO DE LA TIERRA

Aquella llamada de teléfono cambió mi vida para siempre. Mi abuelo Manuel se estaba muriendo en una habitación de hospital. Sus ochenta y nueve años ya no daban para más y aquel hombre curtido por el sol, fornido por el trabajo en las vides, acostumbrado a las diferentes labores estacionales, robusto y corpulento, con un olfato tan entrenado que diferenciaba todos y cada uno de los aromas que expedían las barricas, tanto si estaban llenas de mosto, como las que llegaban vacías aún, de la tonelería. Aquel hombre dijo mi nombre en voz alta y mi tía Eulalia no dudó un instante en marcar mi número.

Habían pasado más de tres décadas desde que salí de Sanlúcar y dejé a mi familia allí, para vivir mi vida alejado del lugar donde nací. Al terminar mis estudios universitarios, con escasos veintitrés años y un título de arquitecto bajo el brazo, subí a un avión y nunca más regresé. Mi vida, la que siempre deseé vivir, no se encontraba en unos pagos de tierra caliza seca y deslumbrantemente blanca. Yo la quise vivir a miles de kilómetros de la albariza.

Esa albariza tosca de lentejuelas que cubría en toda su extensión el pago de Miraflores, que mi abuelo había heredado de su padre y éste del suyo, lo había convertido en prisionero de su indivisible herencia, atándolo cual trabas en las patas delanteras de su mulo, aquel tosco animal que se rebelaba a ser domado pero que acarreaba todo lo que se le subiese a su lomo. Mi abuelo Manuel nunca salió de Sanlúcar. No vio mundo. Su mundo se limitó a las playas de Bonanza y Bajo de Guía, al Pinar de San Jerónimo, al Guadalquivir, Doñana, el Atlántico y su pago blanquecino de Miraflores.

Sin embargo, yo me consideraba ciudadano del mundo. Había vivido en siete países diferentes. Hablaba tres idiomas. Y no existía línea aérea que no conociese. Solo me faltaba el quinto continente por pisar pero, obviamente, allí no se podía construir nada. Mis edificios se alzaban en multitud de países, compitiendo en altura y complejidad técnica con los más afamados estudios de arquitectura. Mi nombre refulgía brillantemente en la profesión, como lo hace la albariza en los meses soleados, cegando la mirada serena y apacible de mi abuelo. Pero yo no quise darme cuenta. Estaba cegado por mi propia luz.


Ahora, sentado en el interior del avión que me llevaba de regreso a mi tierra, esa tierra de granos gordos y sueltos que absorbía la humedad del mar cuando soplaba el poniente y que, indudablemente, era la idónea para dar vida a esas cepas durante decenas de años. Esa tierra que tanto amaba mi abuelo volvía a mi memoria, haciéndome recordar los ya lejanos años de mi infancia, en los que en multitud de ocasiones caminé sobre ella de su mano, empapándome de toda su sabiduría y ubicuidad, pues conocía a la perfección todos los pagos, todos los carriles, todos los atajos, todos los lagares y todas las bodegas de Sanlúcar de Barrameda. Había estado y se diría que podía estar, en todos y cada uno a la vez. Un verdadero e innegable mayeto sanluqueño.

Mi avión aterrizo en La Parra, el aeropuerto de Jerez, sin más incidencias que el cansancio producido por el jet lag de un viaje desde el otro lado del mundo, y un flamante BMW X6 me esperaba pacientemente en la zona de aparcamiento reservado de una empresa de alquiler de vehículos. Jerez iba surgiendo poco a poco a mi izquierda con toda su gallardía y las lomas y cerros de blanca albariza y verdes cepas, quedaban a mi derecha una tras otra.

El cielo azul, prístino de nubes y la luz, esa luz cálida y acogedora que todo lo inunda, esa mágica luz que en ningún otro lugar pude disfrutar, caía en cascada desde el firmamento envolviéndolo absolutamente todo.

En treinta escasos minutos la autovía A-480 me llevó hasta Sanlúcar y entrando
por la carretera de Chipiona, llegué al hospital Virgen del Camino, donde estaba internado mi abuelo desde hacía tres días. Ya en la planta, antes de verle, solicité hablar con el médico asignado y conocer así, de forma directa y fehaciente su estado. Tras sus detalladas explicaciones y mínimas esperanzas que pudiesen otorgarme la razón a la hora de exigir su traslado a un centro hospitalario de mayor rango, acabé desestimando la idea que había sopesado durante horas en el avión que me había traído desde Dubai.

Mi abuelo se moría y nada ni nadie podría impedirlo. Todo mi dinero no lo evitaría y su momento al parecer, había llegado. Abrí compungido la puerta de su habitación. Mi tía Eulalia se me abrazó sollozante y, aquellos ojillos arrugados, cansados y brillantes se clavaron en mi persona desde la cama más cercana a la ventana. Me acerqué

y cogí una de sus temblorosas manos. Al instante noté como apretaba la mía débilmente, pero lo suficiente como para indicarme que sabía que era yo el que, allí de pie, le miraba con ese coraje y esa rabia que te surge de dentro cuando la muerte está a tu espalda, esperando que te distraigas un momento para robarle el alma a la persona que más te ha querido en tu vida.

Él, se hizo cargo de mí cuando con ocho años, mis padres perdieron la vida en aquel fatídico y absurdo accidente de circulación. Él me acogió, él me enseñó, él me llevó al colegio durante años, él compartió todo su saber y me hizo hombre y ahora, me miraba con esos pequeños y gastados ojos que solo irradiaban orgullo y una inmodesta presunción, que le hacían henchirse arrogantemente como tantas y tantas veces, cuando hablaba de mí en la barra del despacho de vinos, invitando a una ronda de gorriones a sus amigos. Y allí estaba, con su menudo y fibroso cuerpo apaleado por la vida del campo, por ese sol implacable, por ese levante seco y adusto que soplaba día sí y día también, por esa albariza desabrida y áspera que te abría a tajazos las yemas de los dedos, allí estaba, a punto de podar su último racimo de uvas palomino.

No hizo falta decir nada. Mi abuelo y yo nos entendíamos con la mirada. Un simple gesto, un guiño, una mueca bastaban para indicarle al otro cualquier cosa. Y él sabía perfectamente que yo había vuelto para despedirnos definitivamente. El mayeto Manuel terminaba la faena del agostado de su vida aquel verano, para que el sol le regalase su último calor, sus últimos rayos de luz y vida.

Al salir afligido del hospital, con el desánimo subido a mis hombros y la tristeza rellenado mis bolsillos, sentí un deseo irrefrenable de caminar descalzo por la arena de Bajo de Guía, como hice tantas veces de pequeño persiguiendo correlimos, buscando camaleones en los alrededores, avistando los flamencos que buscaban refugio en Doñana, al otro lado del río y soñando ser como Magallanes, dueño del mundo.

Mi abuelo Manuel había cerrado para siempre sus diminutos ojillos de lince, soltándome
la mano que sujetaba la suya y, con su última mirada, pidiéndome que cuidase de Miraflores. Me aseguró que ella me devolvería multiplicado por cien, todo lo que yo le diese. Mi tiempo, mi esfuerzo, mi cariño, mi cuidado se verían recompensados año tras año mientras viviese, tal y como le había sucedido a él. Pero al igual que a Magallanes, ese sueño juvenil hecho realidad en la madurez, de conquistar el mundo y convertirlo en tu casa, ahora se truncaba haciéndose añicos por su deseo, cuando aún me faltaban muchas millas náuticas por navegar.

Caminé melancólico y pensativo un buen rato. Notando la arena y el fango en mis pies. Sintiendo la cálida caricia del agua del Guadalquivir en su flujo permanente hacia el Atlántico. Recordando mi vida y mis triunfos, desconocidos y sin valor para ningún sanluqueño, ni siquiera para mi familia que ignoraba por completo qué había hecho yo en todos estos años lejos de allí. Me sentí vacío. Como una vieja barrica gastada por el paso del tiempo, y que ya no va a ser usada para contener más solera y el tonelero desarma para avivar la chimenea de su casa.

Mi mundo, con todo su peso de responsabilidades, contratos, proyectos y compromisos se habían introducido en la mochila que llevaba colgada de un hombro, obligando a que las plantas de mis pies se hundiesen considerablemente en el fango. Ese fango negro que se te pega a la piel y que al secarse, ni con agua eres capaz de quitar. Me detuve. Levanté la vista y la fijé en la Punta del Bajo. Un enorme flamenco rosado solitario y quizá demasiado audaz, planeaba majestuoso en círculos sobre ambas orillas, sin decidirse en cual posarse, pues ambas le ofrecían su refugio. La margen de Poniente, salvaje y asilvestrada, coto seguro y franco. La de Bonanza, humanizada y popular, atiborrada de falsedad y exenta de ingenuidad, desnaturalizada en su conjunto. Aquel flamenco sin saberlo, me hizo ver cosas que hasta ese día habían estado ocultas y alejadas de mi origen, de mi cuna. Y creí haber tomado una decisión, que unos minutos más tarde, cambiaría el rumbo restante de una vida.

El paseo me acabó llevando al salir de la playa al bar Mariano, en el Camino de San Jerónimo, muy cerca del colegio Maestro José Sabio, el colegio de mi infancia. Y en la fachada, junto a la puerta, me encontré mirando un cartel que anunciaba el Concert Music Festival Sancti Petri, en las tierras barrosas de Chiclana. Y allí aparecía como cabecera del espectáculo el grupo musical que acaudillaba mi hijo. Mauro tocaba la batería desde pequeño. Y siempre fue un rebelde sin causa desde que su madre y yo nos divorciamos.

Lo llevó mal y, obviamente, eligió siempre mal camino. Imagino que para hacerme todo el daño que le permitiese su elección. Llegado el momento, nos separamos. Yo seguí con mi vida acelerada y ligera de equipaje y él…, él no quiso saber más de mí, entrando en la debacle de la droga, el dinero fácil, el alcohol y la farándula. Y ahora se encontraba a escasos sesenta kilómetros al sur de una localidad que ni sabía que existía.

Mirando el cartel, recordé su nacimiento en Los Ángeles, en la California mitad ecologista y mitad hippie que se limitaba a dejarse llevar por la música y la marihuana, sin más oficio ni beneficio. Por encima del resto del mundo, creciendo y viviendo una vida banal y exenta de ideales y compromisos. Pero respeté su decisión o quizá fue la excusa perfecta para no verme interferido en mi deseado futuro.

Me senté en una mesa junto a una ventana y le pedí a Mariano una Manzanilla. Saqué el móvil de la mochila y busqué en la agenda su número. Habían pasado cuatro años desde la última vez que hablamos, si es que a aquello se le podía llamar hablar. Se me vino a la mente algo que dicen que dijo Einstein: “Hay dos cosas infinitas: El Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro.” Y desde luego tenía razón. Había demostrado durante todos esos años una estupidez mucho más monumental y desmedida que la de mi hijo. Marqué su número.

Media hora después, dejaba atrás Sanlúcar y me dirigía cómodamente sentado a los mandos del climatizado BMW, hacia uno de los hoteles del Novo Sancti Petri, donde en una de sus plantas se hospedaba toda la tropa de músicos, técnicos de sonido y luces, electricistas, conductores, productores y managers que conformaban aquel circo que iba dando tumbos por medio mundo, acarreando instrumentos, escenarios, focos, altavoces, mesas de sonido y mezclas y todo el material necesario para que varios miles de personas, chillasen y coreasen sus canciones. Un pandemónium de idiomas, credos, razas y culturas que jamás pude entender, cómo conseguían ponerse de acuerdo para realizar medianamente bien su supuesto espectáculo.

Si mi trabajo estaba absolutamente planificado, paso a paso hasta el más mínimo detalle y así había sido desde el primer proyecto que realicé, del mismo modo las labores de mi abuelo en su parcela estaban asimismo perfectamente delimitadas por la costumbre, por el saber hacer y por las estaciones, diferenciando entre la roturación del terreno a golpe de azada; el agostado que lo dejaba irregular por unas semanas en pleno verano para que el sol lo llenase de luz y calor; ya en noviembre la deserpia o alumbra, o el alomado para retener el agua de lluvia si las cepas se encontraban en una ligera pendiente; y entre febrero y marzo la cavabién cerrando las piletas e igualando superficies; de abril a mayo el golpelleno para romper la costra de la tierra que se había endurecido por el efecto solar y los vientos terreros de levante, para finalmente en julio y agosto la binaba y rebinaba para desmenuzar e igualar la tierra y cortar así los efectos del calor y la evaporación, entre otras labores a realizar en albarizas ya productivas para conseguir ese cuidado y mimo que las cepas agradecían algo más tarde, con apelmazados racimos henchidos de uvas Palomino.
4.
Todo aquel laboreo y prácticas que se sabían y transmitían generación tras generación como modelo del arte agrícola en los viñedos, se fueron degradando y desapareciendo con técnicas y maquinaria moderna, que facilitaba el trabajo a los vendimiadores
en septiembre/octubre y, hoy en día, cualquier parecido con aquellas artes es pura fantasía.
Con aquel cúmulo de pensamientos y recuerdos mientras conducía, los 60 kilómetros de autovía se los comió el coche en escasa media hora y, al bajarme de él en el aparcamiento del Hotel Barrosa Palace, sentí un nudo en las tripas por lo que iba a suceder en escasos instantes. Ese hijo al que casi no podría reconocer por la separación de muchos años, tácitamente asumida por ambos, me esperaba en la terraza de la piscina
para comunicarle la muerte de su bisabuelo, al que, obviamente, ni llegó a conocer.
-¿Mauro?..., hola, eres tú, ¿verdad?..., ¿me puedo sentar?...
No hubo abrazo. No hubo apretón de manos. Ni siquiera se puso en pie para recibirme, ni casi levantó su mirada de la joven mujer que atravesaba la piscina a nado.
No se lo reprocho. El que siembra tormentas, cosecha tempestades.
-¿Qué quieres de mí? ¿A qué has venido? En media hora tengo ensayo para el concierto de esta noche, así que di lo que hayas venido a decir y vete a donde tengas que irte.
-Tu bisabuelo Manuel ha muerto esta mañana. Sé que no lo conocías, pues jamás
demostraste interés ninguno por conocer a tu familia andaluza, pero he venido a pedirte
algo. Quiero que mañana me acompañes, necesito enseñarte una cosa.
-¿Y por qué demonios no lo has traído ahora? Nos evitaríamos la cita de mañana que propones… ¿O es que ordenas? Porque ya sabes que yo no obedezco órdenes tuyas ni de nadie.
-Es imposible transportarlo. Tienes que ir tú a verlo y pisarlo. A sentirlo y olerlo, a tocarlo y recorrerlo… Y no lo ordeno. Te lo estoy pidiendo, solamente. Y me gustaría
que me lo concedieses. Después no te molestaré más. Puedes estar seguro.
-Recógeme a las doce de la mañana y a la una quiero estar de vuelta, ¿entendido?
-Perfectamente.
-Así pues, hasta mañana ya no tenemos nada más que decirnos.
Después de casi veinte años sin vernos, la serenidad y autocomplacencia que me
impone la edad, me indujeron a esbozar una forzada y tibia sonrisa con la que me despedí
de mi único hijo. En el fondo pero no en la forma, lo que él me hacía padecer con su
actitud era una repetición de lo que yo le hice soportar a mi abuelo, cuando me marché de Sanlúcar casi cuarenta años atrás. La estupidez humana nos hace repetir la misma
historia una y otra vez, y el orgullo, la soberbia y la arrogancia no nos permiten bajarnos
del burro, quedando así claramente diferenciados los dos niveles de burricie de la estampa.
5.
Recogí a Mauro a las doce en punto, tal y como habíamos quedado y dirigí el coche de regreso hacia Sanlúcar. Mi intención consistía en enseñarle la tierra, que anduviese
entre las cepas, que recorriese los carriles de un extremo a otro y subiese y bajase las suaves lomas, que se empapase de los olores y que la luz iluminase sus largos cabellos rubios y el viento le hiciera volar. Creo que no lo conseguí.
-¿Me has traído a un campo para ver qué? ¿Un montón de plantas viejas?
-Te he traído a tu campo. Este terreno es tuyo. Tu bisabuelo me lo dejó a mí, y yo ya he hablado con mis abogados para que lo escrituren a tu nombre. Ahora tú eres el propietario, pero desde luego no eres el mayeto. Solo eres el nuevo dueño del pago, del lagar y de la bodega centenaria de la familia.
-¿Qué me has llamado? ¿Es uno de los insultos de tu exquisito vocabulario?
-Ya te enterarás a su debido tiempo, si mereces alguna vez que te llamen así. Solo
dependerá de ti que ocurra. Entra por favor en el coche, quiero enseñarte otra cosa.
Nos dirigimos a la parte alta de Sanlúcar. En la calle Luis de Eguilaz mi abuelo tenía su casa en un edificio con casi dos siglos a sus espaldas. Dos plantas, sótano, patio y azotea. Como tantas y tantas construidas en la ciudad. Y junto a ella, de seguido, su
querida bodega.
Para evitar que me dijese con alguna de sus impertinencias que se estaba aburriendo y que en absoluto le interesaba cualquier cosa que yo pudiera mostrarle, durante el trayecto hasta la bodega, como si fuese algo normal entre los dos, algo repetido
una y otra vez, y a lo que estaría acostumbrado por mí desde pequeño, como cualquier
padre cuando enseña a su hijo las cosas que sabe y el pequeño desconoce aún, le narré,
intentando no parecer ni profesor ni erudito, para qué sirve tener unas hectáreas de albariza con unas cientos de cepas plantadas de uva Palomino.
-Sabes, una vez recolectadas las uvas, se pisan y se prensan, y el resultado se deja fermentar durante algún tiempo. De ello surgen los mostos, que los expertos catadores separan entre finos/manzanillas y olorosos. Una vez separados, se introducen en botas de madera de roble americano. Y comienza el secreto de la magia del vino de Sanlúcar, de la Manzanilla. En esas botas suelen caber hasta seiscientos litros, si se llenasen
hasta el tapón de corcho que las cierra, pero esa magia que te digo surge porque no se llenan del todo. Solo se introducen unos quinientos litros. Antiguamente, antes que inventaran el sistema métrico decimal, se medían en arrobas y se introducían solo treinta en cada bota, por lo que quedaba un espacio de aire por encima del mosto. Con eso, lo que se conseguía era que el propio líquido desarrollase de forma natural, lo que se llamó el velo de flor. Y no me preguntes por qué se llama así, porque no tengo ni la menor idea. El caso es que es un manto vivo de levaduras que cubre toda la superficie del mosto, no dejando que éste esté en contacto directo con el aire que hay en la barrica
y por tanto, se oxide rápidamente.
6.
Si no abres la bota en al menos dos años, lo que encuentras dentro es manzanilla fina y, si la dejas tranquila más tiempo, tendrás manzanilla pasada, que no significa que haya que tirarla porque esté pasada de aroma y sabor. Es todo lo contrario, es más olorosa y espesa, con mucho más cuerpo y empaque que la fina y la verdad, tampoco sé por qué le pusieron ese nombre tan confuso. Él se mantuvo callado. No preguntó nada, pero al menos me dio la impresión que algo de curiosidad si le provoqué con aquella excursión rústica a la que le había pedido que me acompañase. O eso quise pensar. Detuve el coche delante de la enorme puerta de madera que daba acceso a la bodega. Sobre ella, pintada en un azul intenso y rodeando su arco superior, el apellido de mi familia detrás de la palabra Bodega. Y noté cierto grado de sorpresa, o fue de orgullo, no podría precisarlo, en Mauro, cuando vio su apellido rotulado en aquella pa-red blanca de inmaculada cal. Entramos y el olor, aquel conjunto de intensos y mez-clados aromas a albero, el suelo apelmazado que comenzamos a pisar, en perfecta armo-nía con los de mostos, manzanillas, soleras, amontillados, añadas, maderas, serrines, espartos y cera de velas, consiguieron lo que yo jamás pude conseguir, porque sencilla-mente, no le presté la atención que merecía. Ni Mauro ni el mundo de aquel vino que tanto amó mi abuelo, me produjeron nunca las sensaciones que en ese momento sentí. Y sé que Mauro también lo percibió, porque tras dos pasos ya en el interior de la bodega del Mayeto Manuel, nuestra bodega se desnudaba ante nuestros ojos con sus claroscuros, sus recodos iluminados por unos pocos rayos de sol que penetraban por las pequeñas claraboyas del techo; sus andanas de botas más viejas aún que mi abuelo, apiladas unas sobre otras a cuatro alturas; el amarillo del albero que se iluminó tras abrir la puerta y se iba oscureciendo hasta casi perder su color al fondo de las hileras; sus finas columnas alineadas entre los carriles de botas, con sus palmatorias de velas que goteaban su cera fundida a media altura, para dar aquella penumbra necesaria para el sueño de los mostos, el largo y deseado sueño plácido, tranquilo y quieto, que convertía aquellos jugos frutales en vino excelso. Me mantuve en silencio. Mauro también. No sé cuánto tiempo permanecimos uno junto al otro allí de pie. El reloj se detuvo para ambos, contagiándonos la serena calma de aquel espacio que ninguno quisimos perturbar. Creo que, como su bisabuelo Manuel, Mauro quedó desde aquel momento…, cautivo de su propia herencia. Ocho años más tarde, durante la inauguración en Singapur de la torre rascacielos “Mauro”, mi último y definitivo proyecto arquitectónico, el orgullo y satisfacción que sentí ese día al final de mi carrera profesional llegó, cuando todos los asistentes al evento brindaron con un vino de Sanlúcar de Barrameda, en cuya etiqueta destacaban en grandes letras azules tres M mayúsculas y, debajo, su significado: “Manzanilla Mauro y Manuel”. 7.

5 Comments

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