El Púa

El Púa

Llegué por primera vez a la cárcel de Puerto Grande en el verano del 87. Por aquel entonces
me quedaban diez meses largos de presidio; después vendrían otros encierros, intentos de
fuga, órdenes de busca y captura... Una vida a salto de mata. Hoy he recordado a un hombre
a quien conocí en esa prisión. Lo llamábamos El Púa.


El Púa era un tío seco y correoso como el esparto, con pinta de faquir callejero y más tatuado
que Simbad el Marino. Hablaba rápido, El Púa, y cuando se embalaba le tableteaban los
dientes como una metralleta. Quiso la suerte que cayese en su celda.


Para cuando llegué, El Púa estaba en el sótano, que era como llamábamos al módulo de
aislamiento, así que no lo conocí hasta varios días después. Mientras tanto, hurgué un poco
entre sus cosas descubriendo que sus estantes estaban repletos de papel higiénico; torres de
rollos del economato se acumulaban unos encima de otros formando un estrambótico skyline
de celulosa. Para hacerlo todo aún más delirante, muchos de aquellos rollos llevaban escritos
unos versos infames en una caligrafía casi ilegible cuyo autor no era otro que El Púa.


Cuando volvió, reparé en que al Púa no se le arrimaba casi nadie. Se quedaba en los
escalones del patio con la cabeza echada hacia atrás y los ojos así como pensando. Todos los
días, a eso de las 15:30, usaba el retrete de nuestra celda durante tres minutos exactos, y
después limpiaba ceremoniosamente sus posaderas con el papel manuscrito.


Por esas cosas de la vida, debí caerle en gracia al Púa. Todas las noches, un poco como
hablando solo, recitaba algunas anécdotas de su vida a cual más rocambolesca. Como aquella
de cuando se hizo una oficina del Sabadell empuñando dos grapadoras Stanley a cara
descubierta; o aquella otra de cuando robó una bicicleta de competición en plena vuelta
ciclista. En su huida quedó primero de etapa y lo engancharon en medio de una trifulca con
el comité, exigiendo el maillot amarillo y la foto con las chicas.


El caso es que algunos reclusos novatos empezaron a dejarse caer por nuestra celda, atraídos
por las historias de El Púa. Todas las noches contaba sus batallitas repitiéndolas sin darse
cuenta, introduciendo cambios y regateos inesperados en su versión del día anterior. El
número de espectadores fue creciendo hasta que nuestra celda fue punto de referencia del
módulo cinco.


Así, los meses fueron pasando. El Púa siguió con sus charlotadas nocturnas y nosotros
llevándole la corriente. El invierno llegó sin darnos cuenta y con él la Navidad, una de las
peores épocas para estar entre rejas. En Nochevieja, después de la cena, nos dieron un poco
de sidra a cada uno. Después de brindar con aquellos vasos de plástico, le pedimos al Púa
que nos contase alguna historia nueva. El Púa tomó asiento en la litera de arriba, cruzó sus
piernas en la posición del loto y comenzó a hablar. Hacía pocos días, dijo, que la academia
sueca se había puesto en contacto con la dirección de la prisión. Esto era algo totalmente
confidencial y ninguno podía irse de la boca. Al parecer aquellos versos suyos habían
llegado por mar hasta Estocolmo y la academia se había devanado los sesos para descubrir al
autor de aquellas poesías inauditas. Al fin habían dado con él, y comunicaron al director que
entre los muros de aquella honorable institución contaban con el nuevo y flamante ganador
del nobel de literatura.


Me fijé en cómo los reclusos escuchaban pasmados al Púa mientras éste desgranaba los
chascarrillos de su nueva chifladura. El silencio se iba haciendo en la celda, interrumpido
cada tanto por alguna risotada provocada por los disparates que manaban de su boca.
“Ahora he de seleccionar cuidadosamente a un reducido grupo de internos que me acompañe
a recoger el premio”. El Púa bajaba la voz como para confesar un secreto. “El gobierno
sueco ha concedido un indulto para aquellos elegidos, así que debo escoger con buen
criterio; aquí dentro hay mucho cabestro”.


El Púa siguió contándonos cómo llegaríamos a Estocolmo en avión privado y cómo una
limusina cargada de bebidas exóticas aguardaría a pie de pista. Algún embajador nos
recibiría deshecho en halagos y mostraría las bondades de la urbe antes de trasladarnos al
mejor hotel del mejor barrio de aquella vieja ciudad. Dormiríamos la siesta entre
almohadones de plumas y llamaríamos al servicio de habitaciones tantas veces como se nos
antojase, todo a cuenta de la magnánima academia sueca.


Y por la noche todos vestiríamos esmoquin, perfumados y repeinados como banqueros. Pero
en lugar de ir al Palacio de Conciertos de Estocolmo, iríamos de farra y brindaríamos a la
salud de Sartre. “¡Porque nunca hay que aceptar reconocimientos oficiales en vida!” El Púa
contó que iríamos al Tivoli, que es donde mejores cócteles ponen de toda Suecia; y cuando
paseásemos por el casco antiguo haríamos una parada en el barrio bohemio porque allí habría
de presentarnos a alguno de sus muchos hijos, jóvenes escritores malditos que harían lectura
de alguna de sus obras. Y cuando el acto de la academia estuviera a punto de clausurarse, nos
presentaríamos en el edificio y recorreríamos la alfombra roja para subir al escenario, y
mostrar el trasero a toda esa corte de vejestorios engalanados, y sería entonces cuando
gritaríamos que somos los hombres libres del módulo cinco.


Los reclusos estallaron en palmas y voces al verse de esa guisa y El Púa se cruzó de brazos,
impasible. Poco a poco nos fuimos quedando callados hasta que no se escuchó nada en
absoluto. Hubo un silencio denso que duró algunos segundos, cada uno dentro de sus
pensamientos. Fue entonces cuando miré a la ventana enrejada y vi los primeros copos caer.
Algunos nos levantamos para sacar la mano y sentir ese frío purificador de la nieve. En eso,
con los brazos saliendo por el ventanuco, nos sorprendieron las campanadas de medianoche.
La voz quebrada de El Púa rompió el silencio: “Feliz año nuevo a todos”.

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    ago 29, 2023

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