Las cartas de mi padre

Las cartas de mi padre

Como muchas historias, todo empezó con una llamada de teléfono. Por aquel tiempo yo
trabajaba en la compañía de taxis El Trébol; no era el trabajo perfecto, pero podía pagar las facturas.
Una de aquellas mañanas, a punto de marcharme para empezar el turno, sonó el teléfono. Llamaban
del hospital comarcal de Puerto Grande. Hacía dos días que mi padre había muerto.

Aquello me pilló de sorpresa. Si no iba a trabajar mi jefe sería incapaz de encontrar un sustituto,
así que decidí seguir como si tal cosa. Al fin y al cabo, mi padre ya estaba muerto. Como podrán
imaginar no teníamos mucha relación. Hacía años que cada uno llevaba su propia vida. De hecho a
los del hospital les costó dar conmigo.

Después del torbellino inicial, uno de mis días libres fui a ver su casa. Se trataba de un
apartamento pequeño en un barrio de gente trabajadora. Deambulé silenciosamente por los
dormitorios, distribuidos alrededor de una habitación central que incluía cocina y una mesa con sillas.

El mobiliario era muy austero, casi ausente. Bajo la cama aguardaban aún las zapatillas, un vaso de
agua a medio beber... Embalé la ropa en cajas para donar a la beneficencia y antes de marcharme
revisé el buzón. Estaba repleto. Demasiado para un viejo que acababa de espicharla. Tomé el puñado
de cartas y lo eché en una bolsa para mirarlo más tarde.

Hacía años que me había trasladado a Valmoral. Aquella era una ciudad mucho más grande,
más próspera y desde luego con muchas más oportunidades que Puerto Grande. Sin embargo, ahora
que había heredado aquel apartamento, la duda surgía inexorable. Seguir pagando un alquiler era de
locos, desde luego. Además, la compañía de taxis tenía una delegación en Puerto Grande, y quizá no
resultase demasiado complicado pedir el traslado; tampoco había nada que me anclase especialmente
a Valmoral.

Una tarde, en uno de esos tiempos muertos entre cliente y cliente, abrí por fin el correo de mi
padre. La mayoría eran facturas atrasadas y publicidad sin importancia. También había una carta
manuscrita de un tal Alfonso Roy. La aparté y terminé de revisar el correo, descubriendo que había
otras dos del mismo remitente, así que las abrí para ver de qué trataban; al fin y al cabo el destinatario
ya no iba a hacerlo. Alfonso Roy era otro anciano, amigo de mi padre. Debían mantener un cruce de
correspondencia frecuente, semanal o así, quizá por el mero hecho de tener algo que hacer. A juzgar
por las cartas, Roy también vivía solo y sus hijos no solían visitarlo. No los culpaba, ellos eran jóvenes
y tenían que atender sus vidas, sus hijos, sus trabajos, pero se sentía terriblemente solo. Su único
consuelo era, al parecer, escribir aquellas cartas.

De alguna manera me compadecí un poco de mi padre. Su vida no había sido muy distinta a la
de Roy, y aquellas cartas parecían llegar como un reproche silencioso. En la última, el anciano estaba
preocupado porque hacía días que no tenía noticias de él. Pensaba que había podido ponerse enfermo
y se preguntaba si necesitaría algo. Ya le había dicho mil veces que debería ponerse teléfono; resultaba
muy útil en según qué circunstancias. El tal Roy tenía razón, pero mi padre era así.

Decidí entonces escribir una carta para comunicarle la muerte de su amigo. Pensé visitarlo y
decírselo en persona, pero finalmente desistí. Mejor sería escribir esa carta y zanjar el asunto.
Arranqué varias hojas de un cuaderno y comencé: Estimado señor fulano de tal, lamento comunicarle
que, desgraciadamente, bla, bla, bla. Apenas medio folio después, cuando ya estaba concluyendo,
arrugué el papel inesperadamente y tras quedar en suspenso durante un instante, inicié otra carta.

Insospechada, incluso para mí. Porque de alguna extraña manera, decidí escribir a Roy haciéndome
pasar por mi padre, como si todo continuase igual que siempre. No había razón aparente para haber
tomado esa decisión. Sencillamente lo hice.

A partir de ese momento todo se descontroló un poco. Porque a esa carta siguieron otras
muchas. Finalmente me mudé a Puerto Grande y pude seguir como taxista en El Trébol, una suerte.
Adapté la casa de mi padre a mis necesidades y pronto me acomodé sin mayor problema.

Invariablemente, cada semana escribía con puntualidad mi carta a Roy e invariablemente, cada
semana, recibía yo la suya. Eso hizo que me emplease a fondo, buceando en la vida de mi padre para
obtener información de cualquier tipo. Descubrí una caja donde guardaba toda la correspondencia de
Roy, busqué en sus cajones, en los altillos, en cada rincón de los armarios. Cualquier detalle servía
con tal de encontrar una excusa que escribirle a Roy, descubriendo pasado el tiempo, que mi padre
seguía vivo de alguna manera. Llegué a sentirlo tan cerca durante aquellos meses, que percibí mía la
soledad de sus últimos días. No pude, sin embargo, recuperar el tiempo perdido, aunque sí llegué, sin
proponérmelo, a conocer mucho más a mi padre.

Llevaba nueve o diez meses con aquel teatrillo de las cartas hasta que la situación llegó a un
punto absurdo. Había que ponerle fin en algún momento. Aproveché mis vacaciones de navidad para
acercarme hasta casa de Roy y hablar con él personalmente. El asunto era delicado, no ya por la
muerte de mi padre, sino sobre todo, por el hecho de haberlo suplantado durante todo ese tiempo. Ni
siquiera sabía cómo reaccionaría. Parado delante de su puerta, no podía imaginar cuánto cambiaría
mi vida una vez se hubiese abierto. Ahora, algunos años después, examino cada uno de los pasos que
me llevaron hasta allí, y resulta cada vez más indescifrable la mecánica del azar que gobierna nuestras
vidas. Porque hacía tiempo que Roy había muerto. Más incluso que mi padre. Y no era Roy quien
escribía aquellas cartas suyas, al menos durante el último año, sino su hija, en una suerte de analogía
cósmica que me deja noqueado incluso hoy, diez navidades más tarde, contándoles la historia de cómo
conocí a mi mujer.

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    ago 29, 2023

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